Ya ha transcurrido un tiempo suficiente como para poner en perspectiva lo que ha pasado en el mundo frente a esta contingencia que ha trastocado las costumbres, valores y proyecciones futuras de la humanidad. Como nunca antes se ha entronado la incertidumbre en la consciencia de todos, a partir de la información que a diario inunda desde los medios de comunicación. Todo lo que sabemos viene mayoritariamente a través de la televisión y radio, poco nos llega por evidencia directa de la percepción de nuestro entorno humano. ¡Por ello es que se ha acuñado el término de “infodemia”!
Es indudable que en este lapso de tiempo no se pueden sacar aún conclusiones firmes respecto al real impacto de esta epidemia en el mundo, más aún cuando nos enfrentamos a la rápida mutabilidad de un virus que hace impredecibles el curso de la enfermedad, y por otra parte, las sorprendentes variabilidades que observamos de un país a otro, más allá de lo fidedigno de las estadísticas. Basta considerar que después de un siglo de haber sufrido el azote de la influenza española, todavía no se tiene una clara comprensión de los factores que produjeron ese evento que mató sobre los 50 millones de personas en el mundo, y que por lo demás, hasta el día de hoy no se ha logrado fabricar una vacuna efectiva que haya cambiado el curso histórico de esa enfermedad. Estados Unidos, que se caracteriza por lo oportuno y fidedigno de sus estadísticas, sufre entre 12 mil a 56 mil muertes por influenza todos los años, con un alza a 80.000 muertes el 2018, y esa dinámica no ha logrado ser modificada en lo más mínimo con la vacunación que se hace año a año desde la década del 50 del siglo pasado. Lo único cierto es que un nuevo evento como la “gripe española” se puede presentar en cualquier momento en el futuro y nos encontraría tan indefensos y susceptibles como hace un siglo atrás, a pesar de todo el desarrollo tecnológico y recursos económicos que hoy se disponen.
Lo incomprensible de la situación actual es la falta de racionalidad a todo nivel para enfrentar este desafío colectivo. Ha primado el mediatismo y la siembra del pánico en la población que ha sido instrumental a los fines represivos de los gobiernos de turno y los intereses económicos de la industria farmacéutica:
- En nuestro país, con un gobierno débil y errático, que se tambaleaba frente a una efervescencia social incontrolable, esta situación emergente fue el salvavidas para recluir a todo el mundo en sus casas y apagar el estallido de masas que se venía encima. Esta es una situación que se dio de igual manera en muchas otras naciones, donde este descontento popular frente al orden mundial estatuido por los grandes poderes económicos y políticos que rigen en la actualidad, comienza a ser cuestionado.
- Gobiernos absolutistas, como el de China o Rusia, han aprovechado la ocasión para extremar las medidas de control y privación de las libertades individuales, que les permite aumentar su poder y estabilidad en el mando, de modo que se pueden concentrar en sus estrategias hegemónicas sin mayores restricciones por una parte, y por otra, apagar todo intento de la población por reivindicar sus derechos civiles, estimulados por las noticias que logran filtrarse desde Occidente.
- La industria farmoquímica ha vendido millones de dólares en fármacos que de un día para otro aparecieron como el “tratamiento de elección” frente al coronavirus, pasando por encima de toda práctica médica “basada en la evidencia”. Y ahora aparece la promesa de la vacuna fabricada en tiempo record y sin ningún estudio de campo bajo los cánones clásicos que demuestre su utilidad y seguridad, como la solución que erradicará este flagelo. Los contratos entre los gobiernos y los laboratorios que están fabricando estas vacunas representan cifras siderales, que se condicionan a la dictación de leyes que prohíban cualquier demanda por parte de la población por los posibles efectos adversos de esta medida sanitaria, que se impone bajo una tremenda presión saltándose todos los procedimientos de control establecidos en el pasado.
Mientras tanto, se han ido instaurando ciertos hábitos que atentan contra el espíritu gregario y de cooperación naturales y necesarios para el sano desarrollo de toda sociedad. El uso de mascarillas, protectores faciales, el “distanciamiento social”, el ritualismo de tomar la temperatura y aplicar alcohol-gel en los lugares públicos, funcionan con la misma mentalidad supersticiosa que los amuletos y “contras” que se usaban en la Edad Media para librarse de la peste. Producen una sensación de seguridad y protección, que es la que explica el efecto placebo.
Todo esto en medio de informativos noticiosos sensacionalistas, comunicados oficiales con una manipulación evidente de los números, spots publicitarios y videos que circulan en las redes que apelan a infundir miedo y culpabilidad a los que no acatan las normas sanitarias dictadas por la autoridad. También hemos visto la prepotencia de algunos para imponer sus propias ideas y miedos a los demás en forma dogmática. La comunidad médica, que debería tener la claridad y firmeza que da un pensamiento científico, se ha visto arrastrada en esta emocionalidad colectiva, con personeros que impulsados por ambiciones personales, buscan el protagonismo mediático que sirve a sus intereses, con una gran mayoría de profesionales de la salud agobiados por las circunstancias laborales que se encuentran al borde del colapso y burn-out. Los pocos profesionales que se atreven a disentir de la apreciación de la realidad y opinar en contra de las medidas que se aplican, son rápidamente anulados y descalificados como “bichos raros” o poco serios.
Si por el contrario, observamos estos hechos con objetividad, desprovistos de emocionalidad y en base a las experiencias del pasado, podemos concluir basados en ciertas evidencias concretas que nos pueden ayudar a salir de esta incertidumbre con cambios de actitudes más sabias y con sentido.
En primer lugar, debemos aceptar el hecho de que este virus ha estado siempre presente en la población, produciendo cuadros inflamatorios de las vías aéreas superiores. Ahora mutó a una forma más agresiva y contagiosa haciéndose notar. Al igual que el virus de la influenza, nos va a seguir acompañando siempre, con fluctuaciones en su agresividad año a año. Es imposible erradicarlo y todas las medidas que se tomen pueden modificar la velocidad del contagio en la población, pero no pararlo, por lo que el objetivo real de todas estas medidas de higiene es evitar el colapso de los servicios de salud, tal como ocurre cada ciertos años cuando vienen los brotes de cepas más agresivas de virus influenza, VRS (virus respiratorio sincicial) y otros.
Todas las enfermedades virales se presentan bajo una dinámica clínica que las caracteriza de manera bastante precisa. En otro artículo hablamos de la rubeola que en un brote epidémico es capaz de contagiar a un porcentaje importante de la población, que fluctúa alrededor del 80%. Es decir, el 20% de las personas que habiendo entrado en contacto con el virus no se infectarán con éste. De los contagiados, más de la mitad no hacen la enfermedad, por lo que nos queda solo un tercio de la población, aproximadamente, que manifiesta una rubeola clínica. Solo excepcionalmente aparece una forma más grave que pone en riesgo vital al enfermo.
En el caso del coronavirus, los estudios iniciales realizados en Islandia, en el pueblito italiano de Vo y en el barco de turismo Diamond Princess que quedó en cuarentena en las costas de Japón, muestra una dinámica viral en la población muy similar a la señalada con la rubeola. Es interesante recordar el caso del barco de turismo, con 3711 personas a bordo, en su inmensa mayoría de edad avanzada y muchos con enfermedades concomitantes. Cuando aparecieron los primeros casos y se confirmó el diagnóstico, quedaron en cuarentena, brindando una oportunidad única, casi de laboratorio, para estudiar el comportamiento del Covid-19. Se monitorizó a todos los que estaban en el barco: alrededor de 700 personas se contagiaron, de las cuales un 20% no mostraron síntomas y en total hubo 7 muertes, lo que da una tasa de letalidad del 1%. Estos índices se han visto más o menos confirmados en los estudios poblacionales posteriores, considerando lo difícil que es tomar en cuenta todas las variables que influyen al estudiar una población abierta. Así se habla de que el 80% de los contagiados son asintomáticos o presentan una enfermedad muy suave. El típico cuadro con fiebre y compromiso respiratorio similar a la gripe por virus influenza se presentaría en el 15% de los infectados, y solo el 5% hace un cuadro grave con riesgo de muerte.
Desde una actitud crítica científica, es importante preguntarse qué hace que la gran mayoría de las personas, alrededor del 80%, teniendo la oportunidad de entrar en contacto con el virus, no presenta síntomas ni hace la enfermedad.
Esto nos obliga a poner la atención en el huésped y su susceptibilidad a la infección. Deberíamos preguntarnos qué factores influyen en un ser humano determinado para que monte una respuesta inmunológica inapropiada que causa una catástrofe orgánica, la que está fuera de toda posibilidad patogénica del virus, siendo éste solo el gatillante que pone en evidencia una regulación inapropiada del organismo que infecta. Es como si entra un ladrón a robar a una casa, y no solo sonaran las alarmas, sino que ¡la casa explota! ¿Quién tenía dinamitada la casa?
La problemática de la ciencia de orientación materialista que pone el foco en el microbio y no en el terreno, conduce a ese pensamiento lineal simplista que se resume en microbio = enfermedad. A partir de ese razonamiento se deduce el tratamiento encaminado a matar o anular el microbio por medio de un antibiótico o una vacuna. Se pierde el contexto amplio y complejo donde se realiza esta ecuación, la que sufre infinitas variaciones.
Algo que nos debería hacer pensar es la tremenda variabilidad que esta epidemia ha presentado de un país a otro, más allá de lo fidedigno de las estadísticas. En Italia, Francia, Reino Unido, España, Estados Unidos ha causado estragos, con tasas de mortalidad que oscilan alrededor de 1200 muertes por cada millón de habitantes, (aproximadamente 1 persona por cada mil habitantes), contrastando con los países nórdicos, a excepción de Suecia que luego veremos, con tasas en torno a 100 muertes por millón de habitante (¡1 persona por cada 10 mil habitantes!). Son poblaciones más pequeñas y disciplinadas, que han logrado instaurar medidas de aislamiento más efectivas, por lo que han aplanado las curvas de contagio de manera ejemplar. Pero eso ¿se sostendrá en el tiempo? Habrá que esperar para ver los hechos.
Es llamativo que los países asiáticos presentan tasas más bajas aún que los países nórdicos, seguramente en parte por estadísticas incompletas o no sinceradas. Pero un caso especial a considerar es Japón, que más allá de su condición insular, ha sufrido un impacto mínimo con esta epidemia: apenas 30 muertes por cada millón de habitantes, considerando además que es la población más longeva del mundo. Se ha escrito mucho sobre el particular espíritu del pueblo japonés, que lo ha hecho superar de manera estoica y digna desastres como terremotos, tsunamis, bombas atómicas y ahora esta epidemia, a la que han enfrentado con objetividad científica y sentido común, sin mayores restricciones ni prohibiciones. Ello se podría explicar por esa idiosincrasia tan espiritual que la sintetizan en la palabra ikigai, la búsqueda de un sentido trascendente en la vida que les da la fortaleza interior frente a lo accidental. En rigor, si quisiéramos ver el real impacto del coronavirus en el ser humano, ajeno a las influencias creadas por los medios de comunicación que han sembrado el pánico instigadas por los gobiernos y farmacéuticas, tendríamos que estudiar la situación de Japón, donde han decidido aprender a vivir con el nuevo virus.
Frente a estas cifras, y mirando desde esta perspectiva amplia que se ha reseñado, nos podemos preguntar sobre la legitimidad y pertinencia de paralizar a todo un país y encerrar en su hogares a sus habitantes. Si lo contrastamos con las grandes pandemias del pasado, donde se diezmaba la población a la mitad o menos, la actual pandemia parece un juego de niños. Pero si comparamos con nuestro pasado inmediato sin irnos a esas situaciones catastróficas que nos cuenta la historia, nos encontramos con sorpresas.
En nuestro país en los últimos 5 años se ha mantenido una tasa de mortalidad general que ha subido lenta pero sostenidamente de 6.0 en 2016 a 6.3 en el 2019 y 2020. Esta cifra corresponde al número de muertos por cada 1000 habitantes, que si lo llevamos al nivel comparativo anterior, corresponde a 6300 muertes al año por cada millón de habitantes, con un total en el país que gira en torno a los 120.000 muertes en ese lapso de tiempo. El canal noticioso CNN informó el 15 de noviembre pasado con gran titularidad: “El 2020 ya es el año con más muertes desde que existen registros en Chile, según el DEIS”, pero a continuación reconoce que son solo 263 decesos más que en el año 2019, una cifra que no es significativa, siendo la tasa general de muertes para el año 2019 y 2020 exactamente la misma: 6.3 muertes por cada 1000 habitantes. Lo que cambió fue la causa de muerte escrita en los certificados de defunción, ¡pero los decesos fueron básicamente los mismos!
Chile: Tasa bruta de mortalidad
Esta misma situación se ha dado en Estados Unidos. Una publicación de los alumnos de la Universidad John Hopkins, la News-Letter, en su edición del 22 de noviembre del 2020, presentó un análisis de la mortalidad en los últimos tres años en el país, y se vio que no había un incremento en el número total de muertes, solo una redistribución de las causas apareciendo el coronavirus como la causa principal en detrimento de las otras tradicionales como las enfermedades cardiovasculares, cáncer y enfermedades respiratorias crónicas. Cuatro días después ese artículo fue retirado por las autoridades, aduciendo que podía llevar a una mala interpretación de lo que estaba sucediendo con esta epidemia, pero en ningún caso desmintieron los datos.
Frente a esta situación, donde los números y la evidencia científica se interpretan bajo un sesgo evidente de tipo político, económico y también muy emocional, vale tomar en consideración lo que se ha estado llamando el “modelo sueco”. Desafiando el pánico colectivo que se extendió por el mundo y las presiones de los detractores en todos los planos, mostraron objetivamente a la población los riesgos que se estaban viviendo y apelaron a la libertad y responsabilidad de los individuos para que se gestionaran frente a esta amenaza. Ello fue posible gracias a la confianza de la población en sus autoridades y a una prensa ecuánime que no buscó el sensacionalismo. No se cerró ninguna escuela ni universidad, los locales comerciales de todo tipo siguieron funcionando, el uso de la mascarilla era opcional, nadie se aisló de manera obligatoria. ¿Y cuales han sido los resultados hasta aquí? Los mayores detractores del modelo lo acusan de tener una mortalidad 5 veces más alta que la de sus vecinos, que en sí ya son una excepción, pero nadie dice que su tasa de mortalidad de 938 por millón de habitantes, es mucho más baja que la de Estados Unidos, Francia, Inglaterra e Italia, muy similar a la de Chile, Brasil y Argentina.
Hasta aquí nadie le ha puesto cifras a los efectos adversos del confinamiento social y todas las restricciones impuestas por los gobiernos: la violencia intrafamiliar, los problemas ansiosos, incremento de la obesidad, descompensaciones de los enfermos psiquiátricos, la angustia económica de la gran mayoría de las familias, la educación se deshumanizada, la cesantía que se dispara, solo para mencionar algunos aspectos muy evidentes para todos, ¡más que la presencia del Covid-19! Se olvidó que el concepto de salud propugnado por la OMS contempla los aspectos biológicos, mentales y sociales de las personas, los cuales son considerados en el modelo sueco, pero crasamente olvidados por el resto de las estrategias del mundo occidental que solo ven la parte física, sin importar las consecuencias psicológicas ni sociales. Esta actitud es tan poco científica y realista como si quisiéramos evitar las muertes por enfermedades cardiovasculares cerrando todos los locales de comida chatarra, o las medidas que toman algunos alcaldes que para controlar el alcoholismo en sus comunas, prohíben que los supermercados expendan bebidas alcohólicas ¡en las mañanas! [1] También con ese criterio estaríamos autorizados para prohibir la circulación de los vehículos como una forma de evitar las muertes por accidentes de tránsito. Es evidente para todos que la solución de estos problemas pasa por una buena educación de la población, que sea honestamente informada para que en consciencia se trasforme en su propia gestora frente a la vida, sin una autoridad externa con escaso o nulo ascendiente moral frente a sus gobernados y que solo sigue intereses partidarios.
¿Quien está detrás de esta situación opresora que está generando más daño que el virus mismo? Los mismos que ahora traen la solución mágica al problema: ¡la vacuna contra el coronavirus!
La vacuna
A diario aparecen en las noticias personeros de gobierno, políticos y científicos afirmando que todo se va a solucionar con la llegada de la vacuna, lo cual llena de esperanza a la mayoría y despierta la desconfianza en unos pocos más críticos. La práctica de la vacunación ha sido una estrategia de prevención y control de las enfermedades que se entronó en el pensamiento médico por el éxito obtenido con la erradicación de la viruela en el mundo. Sin embargo, ese éxito no se ha vuelto a repetir con ninguna otra enfermedad infecciosa. Se han acercado a ese ideal con la polio, difteria, tétanos y otras vacunas que están en los programas de inmunización de todos los países, las cuales han salvado millones de vidas humanas, pero no se ha conseguido eliminar a esos gérmenes patógenos y el riesgo de tener esas enfermedades sigue presente.
Después de probar sin mayor éxito una multitud de medicamentos contra esta enfermedad, ha ido tomando protagonismo la competencia por fabricar la vacuna salvadora en un tiempo record y disponiendo de enormes recursos económicos y tecnológicos como nunca se había visto antes. Hay alrededor de 150 iniciativas en todo el mundo, de las cuales ya hay como 14 que tomaron la delantera, con 5 de ellas que ya se están comercializando y aplicando a la población.
Pero siendo bien realistas, y basándonos en toda la experiencia y conocimiento adquirido en las últimas décadas, es muy poco probable que aparezca una vacuna efectiva que controle a este coronavirus. Hasta ahora, nunca se ha logrado fabricar una vacuna que sirva contra ningún virus ARN que afecte al sistema respiratorio (influenza, dengue, SARS, resfrío común). Si tomamos el caso de la vacuna contra la influenza, que desde los 70 años que se viene aplicando a nivel mundial, veremos que no se ha logrado modificar para nada el curso histórico de la enfermedad. Esa vacuna despierta la producción de anticuerpos en tasas muy bajas y transitorias, que han mostrado no ser protectoras. Estos virus mutan muy rápido, por lo general son controlados por linfocitos y no anticuerpos, y todavía no existen métodos para evaluar y estimular el sistema inmune en su parte celular. Más aún, considerando la experiencia ganada con la vacuna contra el dengue, hay que ser cautelosos ya que la presencia de anticuerpos específicos provocados por la vacuna, son los responsables de formas graves de la enfermedad y de una letalidad más alta, si en los meses siguientes los vacunados se contagian con el virus. Algo similar se ha visto con la vacuna contra el VRS y es lo que se conoce como la agravación de la enfermedad mediada por anticuerpos, ADE en su sigla en inglés. Tampoco debemos olvidar que los intentos por fabricar una vacuna contra el virus del SIDA, también del tipo ARN, va a completar 4 décadas de trabajo con nulos resultados.
Por último, todos estos virus ARN que causan enfermedades respiratorias, dejan una inmunidad natural que no es muy efectiva a largo plazo, por ello todos presentan reinfecciones. Podemos sufrir la influenza varias veces en la vida, sin importar la cantidad de vacunas que nos hayamos puesto o las veces que nos hemos recuperado de la enfermedad. Lo mismo se está viendo con el Covid-19. ¿Qué convicción nos da una vacuna que aparece de un día para otro publicitando una efectividad superior a la inmunidad que otorga la enfermedad misma? Tampoco nada sabemos de sus efectos en las poblaciones extremas de la vida: ancianos y niños.
Normalmente se requiere un mínimo de 10 años para sacar una vacuna promisoria y a lo menos un par de años más para ver su verdadero impacto en la población. ¿Por qué debemos creer en la seguridad y efectividad de una vacuna que se fabricó en menos de un año, con los laboratorios afirmando efectividad sobre el 90% tras unas pocas semanas de seguimiento de los voluntarios? Es algo inaudito en todo sentido, más aún cuando la seguridad de una vacuna es un aspecto que solo se conoce con los años. A ello se suma que en la fabricación de algunas de ellas se están aplicando tecnologías genéticas nuevas, por lo que es un misterio absoluto qué pasará con el sistema inmune de las personas frente a este tipo de intervención, que puede despertar la aparición de enfermedades autoinmunes y cáncer muchos años después. Es por esta razón que los laboratorios exigen inmunidad legal en la comercialización de sus vacunas por parte de los gobiernos con los cuales cierran tratos.
Ante este panorama, hay que ser cautelosos y desconfiar: dejemos que pase más agua bajo el puente para llegar a conclusiones creíbles y que nos permitan asumir estrategias más integrales y realistas. Prácticamente todos los grandes logros médicos de los últimos tiempos han comenzado igual, con resultados cuestionables, chascarros y errores conceptuales que con el tiempo se van corrigiendo. El espíritu humano progresa todavía en un camino ciego bajo ensayo y error. Cuando esto se ve contaminado con las ambiciones inescrupulosas de unos pocos, hay que desconfiar más aún.
La Muerte
Este es un tema delicado de tratar, tanto culturalmente, como también en lo individual. Pero las circunstancias que estamos viviendo lo ha puesto en el tapete y debemos mirarlo de manera descarnada. Siempre que alguien cercano y querido deja este mundo, produce dolor y pena en los que quedamos, por más preparados que nos sintamos para este desenlace. Estamos imbuidos en una cultura que tiende a negar la muerte, luchando a como dé lugar para evitarla o postergarla. ¡En general se considera de mal gusto hablar de la muerte!
Ya se necesita un cambio de mentalidad y las circunstancias nos están presionando para ello. Tendremos que aprender a sacar ese exceso de dramatismo y resignación heroica frente a este proceso y reconocerlo como un tránsito en un largo camino de progreso espiritual. Las sociedades orientales en general tienen una actitud más serena y con significados trascendentes frente a la muerte. Tal vez eso explique en parte su mejor desempeño frente a la actual epidemia. Es propio de las sociedades occidentales, con su ciencia materialista que niega al espíritu y violenta ese íntimo anhelo humano que busca sentido a la vida, lo que nos hace sufrir tanto en esos momentos.
Este ya era un tema que se encuentra en la sabiduría de los mitos griegos. Se cuenta que Asclepios, ese dios de la medicina, hijo de Apolo y educado por el centauro Quirón, alcanzó tal éxito con su conocimiento y trabajo, que la gente dejó de morirse a su alrededor. Hades, el dios de los muertos, se quejó ante Zeus por esta interrupción del círculo de la vida, por lo que Zeus, muy en su estilo, fulmina a Asclepios con un rayo, transformándolo en el dios que rige los destinos de la tierra desde la constelación del Serpentario (Ofiuco). Con ello se restableció la armonía cósmica. La medicina moderna, al igual que Asclepios, está logrando prolongar la vida en forma significativa en el último siglo, pero nos hemos olvidado de hacernos la pregunta ¿para qué quiero vivir más?, …¿para seguir viendo televisión o moviendo mis acciones en la bolsa? ¿No será que este coronavirus sea el rayo de Zeus que nos está llamando la atención para darle un sentido a la vida que llevamos? Es la Némesis médica que viene a remover las consciencias y despertarnos de nuestra mediocridad.
Conclusiones
Es muy posible que en un futuro lejano, cuando se haga una “arqueología médica” de esta etapa de la humanidad y se ponga objetividad con la perspectiva del tiempo a este año 2020, los humanos de entonces se sorprenderán de la ingenuidad de los hombres con su miedo irracional por el coronavirus y la fe en la vacuna, de la misma manera que nosotros nos sorprendemos de la “ingenuidad” de los hombres del medioevo que se aterraban de la peste que atribuían a un castigo divino por sus pecados y pronunciaban jaculatorias que los salvarían del flagelo.
Hay muchas preguntas e interrogantes que la ciencia oficial no logra aún responder o aclarar. Solo el tiempo podrá dar respuestas categóricas a muchas de ellas. Mientras tanto debemos cultivar un gesto de humildad; cambiar el enfoque materialista e inmediatista por una actitud más humana. No por nada Albert Camus puso en boca de su personaje el Dr. Rieux las palabras: “Puede parecer una idea ridícula, pero la única manera de combatir la plaga es la decencia”. Se recomienda releer esa novela, “La Peste”, que de paso, nos muestra ¡lo poco que se ha avanzado hasta ahora en términos morales!
No se trata de negar o minimizar esta “situación de pandemia” que estamos viviendo, sino colocarla en su justa dimensión. Desde una perspectiva espiritual hay que verla también como una oportunidad para aprender y generar cambios positivos en nuestras vidas. Este virus nos va a obligar a buscar una postura más trascendente frente a la vida, redescubriendo esa parte divina que todos tenemos. La vida no termina con la muerte y hay que asumir la tarea ineludible que tiene cada uno de hacerse responsable de su propio destino. Con ello no solo cambiamos nuestra vida sino que también ayudamos al progreso de todos. Hay un hecho de gran significado del cual debemos tomar consciencia como seres espirituales, y que nos tiene que llenar de sentimientos de veneración y responsabilidad frente a la vida entera: Toda acción que realicemos, sea grande o insignificante, buena o mala, tiene su impacto en el devenir del universo. Mientras esos cambios de mentalidad no se produzcan, seguiremos siendo influenciados por el miedo y manipulados por los poderes económicos y políticos que controlan el mundo, sucumbiendo ante la desinformación tendenciosa afín a esos poderes.
Estamos viviendo una gran oportunidad con grandes cambios y transformaciones de nuestra sociedad en lo político y económico. Depende de nosotros el ser actores conscientes de estas transformaciones o dejarnos arrastrar pasivamente por las circunstancias. Es necesario más que nunca que cada uno aprenda a reflexionar por sí mismo, se transforme en su propia autoridad, y en consciencia asuma la responsabilidad personal y colectiva frente a los hechos.
Como el primer paso de un largo camino, ¡miremos hacia Japón! ¡Aprendamos de ellos!
[1] Según la OMS, todos los años se producen alrededor de 3 millones de muertes atribuibles al alcohol. El coronavirus mató alrededor de dos millones de personas en el 2020. ¿Se justificaría un interdicto frente a la producción y comercialización del alcohol en el mundo?
En Estados Unidos todos los años mueren 36.000 personas de la población civil a consecuencia de las armas de fuego, y unos 100.000 quedan secuelados. Hasta ahora no existe la más mínima voluntad para restringir la posesión de armas tal como existe en Europa y otras partes del mundo.
…»la solución de estos problemas pasa por una buena educación de la población, que sea honestamente informada para que en consciencia se trasforme en su propia gestora frente a la vida, sin una autoridad externa con escaso o nulo ascendiente moral frente a sus gobernados y que solo sigue intereses partidarios»…